Rodeamos la pila de cartones y alguien preguntó:
¿hay algún plan o plano? Pues no. Ah, bueno. Esto es la entrada. Y así
seguimos, y el laberinto fue creciendo como algo vivo, hijo de grupo y
contenedor, camino que íbamos abriendo en el cartón (materia bendita regalo de
calles). Nos encerrábamos y abríamos puertas y túneles para llegar a otro
encierro del que saldríamos.
Nadie
decía qué hacer, nos encontrábamos en el camino y de cada encuentro surgía un
tramo. Cuando el trabajo es placer se convierte en juego. Y pensando en los
próximos participantes del juego: los niños. “Hay que cubrir el piso con cartón
para que no se lastimen las rodillas” y “todo tiene que estar cubierto porque
los más chiquitines se pueden comer las piedritas”, decían.
Y después vinieron los niños, unos pocos al
comienzo, mirando con cautela el engendro. Pero después comenzaron a entrar y
se lo apropiaron, quedándose en los recovecos como si de una habitación a su
medida se tratase, mirando el mundo a través de ventanas redondas, cuadradas y
triangulares (el próximo laberinto tendrá habitaciones
que no vayan a ninguna parte).
Los más
grandes justificando el regreso al gateo. Otros cubriendo superficies con tizas
de colores. Dentro y fuera. Todo de ellos. Como se habían abierto grietas en
los túneles los chicos decidieron repararlo con cuerdas (hay que dejar cuerdas
cerca del laberinto). Y después se les propuso desmontarlo. Se aplicaron a la
labor tanto como los grandes al armado. Y el laberinto volvió a ser una pila de
cartones que será un laberinto que será…
ESTHER
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